viernes, 15 de enero de 2010

Siempre es de noche...



Por eso siempre hay que darnos el tiempo de escuchar las historias que nos regala la música y maestros como Alejandro Sanz: esta bella cancion cuenta tan sólo una parte de una hermosísima historia en apenas cinco minutos.

Esta es la historia, así lo dijo alguna vez:

"Si tuviera que rescatar una historia de todas las que he vivido, probablemente, me quedaría con la única que nunca fue mía. Rozó mi vida sin apenas tocarla y me convirtió en testigo por casualidad de una de esas historias que se quedan suspendidas en el aire, a la espera de un final que no arranque a llorar tras contarla.

Él se llamaba Manuel. Era un tipo reservado y aburrido, de esas personas tan anodinas que, por fuerza, tienen que ocultar una historia grandiosa en su silencio. Ciego de nacimiento, solía decir que lo que más le costaba imaginar era el cielo. Apenas salía de su habitación, decía que ya no tenía ni fuerzas ni ganas de seguir peleando con el mundo.

Yo, que por aquella época estaba de prácticas en la residencia, sentía una enorme compasión por aquel hombre que, siempre en solitario, no tenía mayor entretenimiento que escuchar la radio y esperar que llegara la comida. Esta fue la razón principal de que convenciera a Manuel para apuntarse cuando el grupo de voluntarios inició su campaña de verano. Venían un par de horas por las tardes, para hacer compañía a los residentes que no tenían familia o que, aún teniéndola, no recibían apenas visitas.
Manuel refunfuñó cuando se lo propuse la primera vez. No era muy sociable y detestaba este tipo de iniciativas. Nunca me ha gustado la compasión, decía, no quiero dar pena. No obstante, el calor insoportable de su cuarto en verano y el aburrimiento terminaron por dar su brazo a torcer.

Ella se llamaba Julia. Manuel solía decir de ella que olía como los años cuando no pasan en vano. Luego, sonreía como si yo no pudiese entenderlo. La verdad es que nunca lo hice. Julia era una de las voluntarias. Apasionada las puestas de sol, acogió a Manuel nada más conocerle. No podía permitir que existiese una persona incapaz de imaginar el cielo, dijo una vez. Y, por eso mismo, todas las tardes bajaban a ver el atardecer. Si tuviese que rescatar el momento del día en el que el cielo está más hermoso, le decía, sería este sin duda. Manuel la escuchaba hablar de azules que se tornaban rojizos, de aquel sol que caía lentamente, de los violetas, de las nubes, de las estrellas que iban apareciendo tímidamente… Escuchaba embelesado las palabras de Julia, como si en aquel momento no hubiese nada más en el mundo que ellos dos y su atardecer. Estaba pletórico. Nunca antes le había visto de aquella manera, cada vez que escuchaba unos pasos por el pasillo, se giraba velozmente para ver si el olor de Julia delataba su presencia. Empezó a sonreír, a pedirme que le peinara antes de sus atardeceres, como él decía, a hablar con el resto de residentes. Julia y Manuel eran tan perfectos como la caída del sol. El cielo de Manuel ya tenía forma.

Un día, a finales de Agosto, Julia no apareció. Aún no había terminado el verano, pero algunos de los voluntarios habían dejado de venir, sin embargo, me sorprendió enormemente que Julia no apareciese tampoco al día siguiente. Ni al otro. Manuel estaba marchito. Me pidió que le ayudase a bajar al banco donde solían ver el atardecer y se quedó allí sentado durante las dos horas que antes contenían su presencia. Luego, volvió cabizbajo a su habitación. Los atardeceres no eran lo mismo sin ella. El cielo sin ella, no era nada.

Preocupado por Julia y, en consecuencia, por Manuel, me puse en contacto con ella. No fue su voz la que respondió al teléfono. Era su hijo. Julia había fallecido hacía tres días, victima de una enfermedad terminal que la tenía amenazada de muerte desde hacía dos años. Me gusta pensar que la historia de Julia y Manuel no terminó así. Él siguió acudiendo al banco para ver atardecer con los ojos que Julia le había prestado. Ya podía imaginar el cielo, porque el cielo había sido ella. Sé que, de alguna manera, era feliz recordándola.

El día que acabé mis prácticas en la residencia, subí a despedirme de Manuel. Su historia había significado para mí mucho más de lo que nunca llegaré a comprender. Él no estaba en su habitación pero, al mirar el reloj, supe donde encontrarle: en su banco, en su atardecer. Y, efectivamente, allí estaba. Me senté a su lado sin decir nada, maravillado por aquella puesta de sol tan mágica. ¿Era bella, verdad?, susurró Manuel de pronto. Más que la Luna, respondí. Y así, con una enorme sonrisa sentado frente a un atardecer cargado de magia, dejé a Manuel. Tal como sigue aún hoy, en mi recuerdo.".

miércoles, 6 de enero de 2010

¡Welcome mother fucker. We miss you!


Sin duda Inglorious Basterds como todo el cine de Quentin Tarantino desde Jackie Brown, se balancea entre la adoración y el repudio del respetable, sin importar si se trata de espectadores fieles a su cine o a la casualidad encantadora de los multiplex.

Muchos han afirmado que el ‘enfant terrible’ de Hollywood ha terminado por tomarse demasiado en serio su papel de director de culto y que hoy por hoy Tarantino es una burda copia de aquél realizador que impactara a la industria con dos obras maestras: Reservoir Dogs y Pulp Fiction, ésta última, por la que se hizo acreedor a la Palma de Oro del Festival de Cannes, entre muchos otros premios.

Mucho se ha hablado de que su última cinta tiene todo menos frescura y que peca de excesiva, incluso fue señalado en el seno del festival que lo premiara en aquél 1992 con el mayor galardón –del que es considerado como ‘consentido’-.

Sin embargo, es precisamente en el exceso en donde Tarantino abreva para convertirlo en virtud. De la mano de un chusco y delicioso Brad Pitt y un excelente grupo de actores (de entre los que destacan la hermosa francesa Melanie Laurent y el fenomenal austriaco Christophe Waltz), Quentin realiza sin el menor pudor y -con todo el humor negro que lo caracteriza- un documento ficcional divertidísimo que fiel a su estilo más glorioso llena de futuro la pantalla al corregir -literalmente con el poder de las balas- el doloroso pasado de la humanidad.

En el primer año de la ocupación alemana de Francia, Shosanna Dreyfuss (Mélanie Laurent) presencia la ejecución de su familia a manos del Coronel nazi Hans Landa (Christoph Waltz), sin embargo escapa milagrosamente y huye a París donde asume una nueva identidad como dueña y administradora de una sala de cine.

En otro lugar de Europa, el Teniente Aldo Raine (Brad Pitt) organiza un grupo de soldados estadunidenses de origen judío para hacer justicia y urdir un plan para eliminar a los líderes del Tercer Reich. El destino entra en juego bajo una marquesina de la sala de cine donde Shosanna está decidida a llevar a cabo su propia venganza.

Un guión perfecto, sardónico que contado con los recursos de ese Tarantino real que tanto extrañé desde Kill Bill, hace que los fieles a su cine griten frente a la pantalla ¡Welcome mother fucker. We miss you! Yo fui uno de ellos.